Trayecto de Siracusa a Milano, PART I
Por Louise Kine
Escribo con Baskerville, en el estudio; Abril; '10
El tío de Salavatore nos llevó en coche a la estación de Siracusa hace un año. Recuerdo el trayecto, por una autopista gastada, llena de baches y curvas peligrosas. El viejo seat panda de color azul avanzaba con nosotras dentro a 140 km por hora. Parecía increíble que pudiera alcanzar tal velocidad. Acababamos de comprar unos arancini - una espécie de bombas rellenas de arroz y mozzarella- para el viaje. Las sostenía cuidadosamente sobre mis piernas desnudas. No habían cinturones en la parte trasera del panda, así que Adrien y yo estábamos aterrorizadas imaginando el próximo bache y viéndonos salir volando por el cristal delantero. Nos miramos confundidas hasta que llegamos a la estación. Suspiré, aliviada.
Hacía solo tres días que estábamos en la isla y recuerdo las ganas que teníamos de marcharnos. Aún debíamos quedarnos una semana mas en casa de Salvatore, pero ideamos la escusa perfecta y escapamos a las procesiones, los bares llenos de cabezas rapadas y las noches en el apartamento de la playa. Salvatore solía llevarnos a dormir allí, después de tomar unas cervezas.
Una noche, después de tomar un par de cervezas, o tres, en una terraza al lado del mar, recuerdo que subimos al panda. Salvatore conducía, yo era su copiloto. Estaba un poco bebido, aunque no demasiado. Tenía miedo, pero almenos en el asiento delantero podía abrocharme el cinturón. A medio camino paramos en una gasolinera. Salvatore bajó del coche, Adrien y yo nos miramos, alucinadas, al ver que volvía con un vaso de ron. Me pidió que se lo sosteniera mientras conducía y, de vez en cuando, me pedía que le diera de beber un sorbito, y otro, y otro... Escuchábamos canciones deprimentes, que una emisora de mala muerte estaba emitiendo a esas horas de la noche. Bajé la ventanilla y saqué el brazo para sentir el viento. Me hizo notar la fugacidad de la vida, era uno de esos momentos en los que todo te pasa por la mente y sientes que no mereces estar allí, o aquí, en este mundo. Por un momento me sentí bien, me sentí formar parte de las carreteras que nos rodeaban. Llegamos a la casa del mar y bajé del panda para abrir la verja. Oí como el motor se apagaba. Subimos al apartamento y fingimos estar literalmente muertas de sueño. Después de insistir durante mas de media hora Salvatore se dio por vencido y nos dejó ir a dormir en paz.
Nos metimos en la habitación y nos tumbamos en la cama, mirando al techo. En una de las paredes la virgen María nos obsevaba con aire abstraído.
- Que te parece todo esto?
- Es increíble Adrien, increíble.
Adrien y yo nos echamos a reír. Lo hicimos en silencio evitando que Salvatore golpeara nuestra puerta en busca de asilo. Que horror. Esa misma noche planeamos huir.
A la mañana siguiente dimos la notícia a Salvatore y sus familiares. Así fué como volvimos a la estación de Siracusa esperando el retorno.
Llegar a una estación y esperar al tren que te llevará de vuelta a casa es una de las mejores sensaciones que he vivido estos últimos meses. En Milano esperaba algo, que aunque estaba ahora en Nápoles, no tardaría nada en llegar. Le quería dar una sorpresa. Saludarle por la ventana, sonreírle y verle sonreír.
Salvatore nos ayudó a subir el equipaje, mientras se lamentaba por dejarnos marchar. Es una pena, es una pena... decía. Llegué a sentirme muy mal, a creerme malvada. ¿por qué irme así si ha hecho de todo por mí? Me dio comida, un lugar donde dormir, experiencia, lugares nuevos... incluso una gramática italiana adquirí de su tia Giulia. Eran tan amables... En fin, la cuestión es que ahí estábamos. Escogimos un compartimento ocupado por un señor mayor. Prometio a Salvatore que nos cuidaría durante las 22 horas de viaje. No es fácil atravesar un país entero sin un hombre que vigile a dos chicas tan bonitas, balbuceó en un italiano con claro acento siciliano. Adrien y yo nos miramos y al mirarlo de nuevo sonreímos de oreja a oreja. Muy amable señor, contestamos. Elejí el asiento que daba a la ventana. Le dije a Adrien que quería tomar unas notas durante el viaje y accedió a que ocupara ese asiento, que ambas considerábamos privilegiado. El otro asiento que daba a la ventana estaba ocupado por Bigotti, así fué como apodamos al señor misterioso del compartimento 23A, segunda clase.
Salimos al pasillo y abrimos la ventanilla. Salvatore y su tío esperaban nuestra partida desde el andén. Tenían un aire deprimente. Salvatore estaba del todo despeinado esa mañana, no recuerdo por qué decidió no peinarse, la cuestión es que así era.
El revisor nos pidió los billetes y sellamos la salida. El tren emitió su último silvido y empezó a moverse muy lentamente. Salvatore se hizo pequeño mientras nos saludaba frenéticamente con la mano. Cuando despareció de nuestra vista y el tren empezaba ya a coger una velocidad aceptable, Adrien y yo nos mirámos y sonreímos satisfechas. Habíamos conseguido lo que queríamos, pero, aunque no le pregunté nada, sabía que ella, en el fondo, también sentía ese sentimiento de cobardía y maldad que invadía mi cuerpo.
Pasé la primera hora anotando en mi moleskine las reglas básicas de la gramática italiana. Motivada por Giulia, había decidido traducir, a mi llegada a Milano, una novela de Haruki Murakami - La fine del mondo e il paese delle meraviglie -, que aún no había estado editada en España. Esperaba que mi padre pudiera leerla y darme su opinión, él adora a Murakami tanto como yo.
No recuerdo si era en Palermo o en otro lugar que, inesperadamente, alguien irrumpió en el vagón. Recuerdo que vi entrar una maleta verde, gastada; una mochila viajera de color azul, muy grande y llena a rebosar; una casita con un patético perrito dentro; una bolsa llena de comida; y, por último, dos jóvenes con aire descuidado entraron en el compartimiento y pidieron permiso para acomodarse.
- Pues yo creo que ya teneis todas vuestras pertenencias aquí dentro, no creo que el permiso sirva de mucho
- Pues es verdad
Contestó una voz grave, que provenía de un cuerpo frágil y pequeño. Me limité a sonreír.
Como cuando se encuentran individuos de semejante edad, sucedió lo que sucedió. Y lo que sucedió cambió algo en mí. Os lo explicaré mas tarde.