vendredi, février 19




Mañana.
Por Louise Kine

Al mirarme en el espejo observé como mis ojos se arrugaban. Había dejado de ser, por un momento, yo misma. Esa gran bailarina a la que muchos admiraban.

¿Y por qué? ¿Por qué me admiran ellos a mí? Esas personas no saben lo que están haciendo. No saben que cuando llego a casa me siento en el sillón y me dedico a ver films durante horas y horas con una botella de vino al lado hasta que se me cierran los párpados; no saben que me duele el estómago y que creo que voy a morir o que algo malo va a pasarme. ¿De que me sirve que me admiren si nadie se queda después de verme bailar para cogerme entre sus brazos? Nadie se da cuenta de lo sola que estoy. Una casa tan grande para una persona tan pequeña. Un teatro tan lleno, tantos ojos que observan mis movimientos, tantas manos que aplauden para mí, por mí. ¿Y de qué me sirve eso?
Me gustaría que alguna noche, al finalizar, alguien se quedara allí sentado, esperándome. Entonces yo saldría al escenario y no lo vería vacío. Entraría corriendo a ponerme las bailarinas y, en silencio, bailaría para él. Bailaría y bajaría las escaleras, atravesaría el pasillo, llegaría hasta su butaca, me agacharía y le quitaría el sombrero. Volvería al escenario con el sombrero y él me seguiría buscando algo que es suyo y le ha sido arrebatado de las manos. Entraría en el camerino y lo esperaría apoyada en el espejo, mi espejo. Siempre he deseado hacer el amor sobre el tocador mientras me miro los labios jadeantes en ese espejo. Todo eso es lo que haría con el hombre elegante del sombrero, mi hombre. Ese que siempre viene a verme y se sienta en la séptima fila, en el asiento central, el número 14. Que lleva una gabardina verde oscura, y unas gafas sutiles.

¿Quién eres?
Dime quien eres por favor.
Te deseo, sé que te deseo.

Mañana.