samedi, septembre 18

EL SOMBRERO ROJO

A la mañana siguiente el hombre de la gabardina no apareció. Me sentí un poco triste, quizás demasiado, y no entiendo el por qué. Puede que inconscientemente lo hubiera empezado a considerar parte de mí, pero pensar eso es una tontería. No lo conozco de nada y no me interesa - aquí quizás miento-. Intento hacerme creer que lo más importante para mí ahora mismo es que ayer me divertí. Me gustó verme en la cafetería sirviendo mis cafés. Por la noche estuve mirando las cámaras de seguridad, analizando mis movimientos. Me gusté. Miré una hora entera, la primera, de la grabación. Lo vi entrar de nuevo, buscar un perchero inexistente, mirarmelas piernas mientras preparaba su café, bebérselo sorbito a sorbito en mi ausencia, escribir en una libreta, arrancar una hoja, doblarla cuidadosamente y dejarla caer al suelo. ¡Dejarla caer al suelo! ¿Habría escrito algo para mí? Fué lo primero que me vino a la cabeza. Maldito egocentrismo. Pensé en bajar a bajo y buscar el trozo de papel, pero Clau ya había barrido el local,y estoy segura de que no se le puede haber pasado por alto.
Pensé en llamarla para ver si lo había encontrado y guardado, aunque me lo hubiera dicho. Mas eso no era posible, pues Clau vivía aislada de la sociedad, sin teléfono aún. Que decepción.
Empezaba a estar demasiado obsesionada con todo esto. Daban las doce de la noche y no tenía planes. Me sentía eufórica metida en el inmenso ático. Abuelo, tuviste una gran idea en dármleo a mi. Roger no hubiera echo mas que hacer el golfo trayendo a cuatro furcias marranas -pensé para mí mientras saltaba por el comedor. Una agradable sensación me recorría todo el cuerpo. Al rozar el candelabro y hacerlo caer ahogué un chillido de felcidad. Y de prontó, sin preaviso, sentí la necesidad de salir a dar un paseo y perderme en la noche.
La Barcelona que antes tenía tan lejos estaba ahora muy cerca, quizás demasiado. Sus locales repletos de gente, sus bares de diseño, sus apestosos y sucios metros, las calles...todo para mí -pensé mientras me vestía. Dejé la ropa interior tirada en el suelo. Apagué las luces del piso de arriba y bajé agilmente las escaleras - intentando imitar los pasos largos de esas atractivas bailarinas de ballet-.
Me puse la gabardina y salí a la noche. El frío heló mis mejillas. Miré las puertas de la cafetería y ya tenía unas ganas increíbles de que fueran las siete de la mañana. Continué andando. No había nadie en la calle. De vez en cuando, al girar alguna esquina, encontraba a alguien paseando. Era extraño pero, por primera vez, no sentí miedo.
Suelo tener miedo a la oscuridad, a la soledad. Me extrañó haber dejado atrás todo eso.

Fué entonces, cuando llevaba más de media hora caminando sin rumbo, que algo llamó especialmente mi atención: una pequeña puerta, con un letrero parpadeante en el que se podían leer las letras: El sombrero rojo, escrito en francés. En la puerta, un hombre alto y corpulento, fumaba un cigarrillo mientras observaba la calle con aire aburrido. Al verme, me invitó a entrar.